Aunque parezca mentira, el pueblo
llamado Novela está despoblándose. No pocos escritores se han ido, dejando atrás
tierras, vivienda y enseres, seducidos por el canto de sirenas de la industria,
para ganarse la vida y el aplauso en los parques temáticos de la historia
novelada o de la negra averiguación policiaca del crimen de personajes. Otros
que no se fueron descansan ya, por desgracia, en la paz amnésica de bibliotecas
enmohecidas. De estos, tan solo unos pocos, dudosamente afortunados, son
sacados en la anual procesión de los planes de estudio de Literatura para que
los estudiantes canten sus saetas de comentarios de texto asomados al balcón
del examen. Lo cierto es que este lugar, otrora rico y próspero, ha venido a
parar en un desolador conjunto de casas vacías de voces y gestos, tejados
derruidos por el peso del olvido y callejuelas conquistadas por los hierbajos
de la promoción comercial en forma de reseña ―que no crítica― literaria.
Algunos caserones aún lucen orgullosos su admirable arquitectura clásica para
mayor gloria de los conservadores de museos y casas natales, pero el éxodo a la
tierra de promisión de productos para el entretenimiento se antoja imparable.
El pueblo se muere y urge hallar remedio.
Francisco Marcos Herrero no se ha ido a
buscar fortuna a ningún parque de atracciones para proveer de entretenimiento y
diversión a los lectores del best seller
de mil páginas. Prefirió permanecer amo y señor de su casa literaria a esclavo
de las modas editoriales, y al igual que Julio Llamazares se siente satisfecho
con tener todos los lectores que se merezca. Ni uno más. Ni uno menos. Desde
que comenzó a labrar la parcela de su ingenio artístico, es leal a un modo de trabajar
la tierra de la novela, roturándola mediante un uso rico, preciso y detallado
del lenguaje; abonándola con el ejemplo de quienes mejor cultivaron el arte
novelístico; sembrándola con la simiente de su imaginación; regándola con el
ejercicio diario de la corrección y mejora del texto. No se conoce otro modo de
lograr de la tierra literaria un buen fruto. Y tras esto, paciencia. Porque el
fruto llegará y, tarde o temprano, algún editor digno de ese nombre sabrá
apreciarlo. Por eso, hay que saber esperar.
Simiente es el modo en que Francisco Marcos Herrero ahonda en los temas vertebradores
de buena parte de su obra narrativa: la pervivencia del mundo rural, la riqueza
de su lenguaje y el respeto a sus gentes; la libertad de los individuos
agrupados en una comunidad frente a las artimañas de los poderosos que la
amenazan; el valor de la instrucción y de la cultura como único medio para
transformar individuos y enderezar destinos.
Plambero, el lugar de cuyas coordenadas
su autor no ha querido acordarse, es no solo el escenario donde se desarrolla
la trama de la novela, sino el personaje principal cuya salvación impulsa los
pensamientos, las acciones y los discursos de Ricardo, de Atilano el Gruñe y
del resto de personajes, conjurados para resolver el problema que pondrá en peligro
el porvenir del pueblo. Por los poros de la trama rebulle el pálpito incesante
de las ansias, los sueños y los afanes que conforman el hálito vital de lo
cotidiano. Simiente es una mirada
honda al misterio de la vida humana. Como todas las novelas de Francisco Marcos
Herrero, esta da al lector mucho más de lo que pide. Cerrar el libro tras leer
la última página será abrir la puerta de la casa interior, y detenerse a pensar
en el porqué de nuestro ser y no ser, de nuestro estar y no estar en el mundo
de los vivos y de los muertos.
En el pueblo llamado Novela, aún pervive
algún vecino en la última espera. Menos mal, porque en caso contrario solo nos
quedaría certificar la muerte por abandono y, como diría Atilano el Gruñe, eso giba.
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