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Fotografía: Elisa Rodríguez Court |
El
hombre que se mira recibe del espejo la figura de otro hombre sin los rasgos
del rostro definidos. Se mira pero no puede reconocerse. Tal vez dude de quién
es y le aterre ser objeto de esa broma pesada del azogue. O no, acaso quienes
no reconocemos los rasgos del hombre reflejado seamos nosotros, los espectadores
que observamos a quien se mira. Juego de espejos y de puntos de vista. ¿Quién
ha de dudar? ¿De quién es la carencia? No olvidemos que somos también parte de
la fotografía, somos el punto de vista de la cámara, estamos dentro de esa
historia aunque no queramos. Hay una imagen doble: de una parte, el hombre de
espaldas, de quien no conocemos su cara solo porque nuestro punto de vista nos
lo impide; de otra, el hombre del espejo, a quien tampoco vemos la cara porque
alguien nos lo veda. Dos realidades enfrentadas; relacionadas y autónomas,
ambas insuficientes.
El
título. El olvido de Bruno. Un
sintagma nominal formado por dos sustantivos. Siempre que palabras e imágenes
constituyen un mensaje, una de las palabras funciona de ancla que fija el texto
verbal al visual. “Bruno”, el nombre propio masculino, ancla el texto a la
parte coloreada de la imagen, al hombre retratado de espaldas; “El olvido” fija
el título a la parte en blanco y negro. El núcleo del sintagma es “olvido”.
“Bruno” está unido a él por la preposición para expresar pertenencia. Sintácticamente,
“Bruno” está subordinado a “olvido”. El lenguaje nos indica que lo importante
en el título no es el nombre propio, no es “Bruno”, sino “olvido”. ¿Pero cuál
es ese olvido? Precisamente, la novela será la búsqueda de respuesta a esta
pregunta. En las páginas del libro de Edgar Borges hemos de encontrar qué o a quién
ha olvidado Bruno. Descubriremos que el olvido de Bruno se llama Eliana, su mujer, de la que no recuerda
cuándo, cómo ni por qué desapareció de su vida.
El proyecto narrativo de Eliana
Bruno es
un viejo librero de barrio que convive con Eliana, una mujer mucho más joven
que él, enferma de cáncer. Él se encargaba de darle la medicina todas las
mañanas, pero un mal día amaneció sin que Bruno recordara su obligación. Eliana
no dudó de que algo grave sucedía a su compañero. Más tarde sabría que era Alzheimer.
Entonces, decidió trazar un plan para ayudarlo, para rescatarlo de la muerte en
vida del olvido.
Eliana
es, sin duda, el personaje más interesante de la novela y el narrador procura
dejárnoslo claro. Es de quien más información disponemos. Sabemos que fue una escritora
que llegó a alcanzar un éxito notable con sus libros; sabemos, también, que un
día resolvió dejar de publicar para dedicarse a la enseñanza de la escritura en
talleres literarios: la literatura, la narración como terapia o como solución
para personas con problemas.
“Eliana sintió que la narración era un suceso que podía transformar la realidad. Si la persona asumía un cambio en su narrativa, podía crear(se) otra historia. […] la narrativa como vida superó la narrativa como libro”. (p. 13).
Cuando la
memoria de Bruno comienza a desaparecer, cuando el hombre con quien convive
empieza a vaciarse de pasado, ella toma una decisión:
“Quiso ganarle tiempo a la enfermedad acudiendo a su propio método, la literatura como sanación. Sintió miedo de aquel desafío, sabía que estaba asumiendo una batalla considerada imposible. […] Era como pretender salvar con literatura a un condenado a muerte. Se debatió entre entregar a Bruno a la exclusividad de la medicación o a la práctica de sus ejercicios creativos. La imaginación como ejercicio de memoria. Ella sabía que, en ambos casos, a su marido le esperaba la muerte. La diferencia estaba en los detalles del mientras tanto: cómo beneficiar la paz interior de un sentenciado. […] Entendía que el final ya estaba decretado; la única lucha que quería ganarle a la muerte era el hoy” (p. 23. La negrita es mía).
La
narración como modo de llegar vivo a la noche y esperar un nuevo día. Pretender
salvar con literatura a un condenado a muerte. Resuena aquí el eco de Las Mil y Una Noches, reaparece la
figura de Sherezade, la mujer que narra
para detener el tiempo, para demorar la muerte. Pero el narrador somete a Eliana
a vivir una paradoja: la que está destinada a salvar la vida del hombre no
puede salvar la suya propia. Está condenada por mor de su enfermedad a no ser ella
quien defienda con su palabra la existencia de su marido. Tiene ante sí el reto
formidable de instruir a un hombre enfermo de olvido para que, cuando ella
falte, Bruno salve sus días narrándose su propia vida. Bruno deberá sobrevivir
con Sherezade ausente.
“Bruno, si yo no estuviera, inventa algo para seguir. Imagina una salida, un camino. Invéntate otra historia y camina” (p. 28).
Pero el
plan de Eliana implica algo más que la salvación del hoy. Estamos ante la
fundación de un mundo, el mundo interior de Bruno que solo puede nacer con la
palabra, como sucede en todas las cosmogonías. Bruno será un dios adiestrado
por Eliana para la creación. Al igual que en el Génesis bíblico Dios creó la
luz diciendo “hágase la luz”, Bruno
creará su luz y despejará las tinieblas de su mente pronunciando su nombre:
“Bruno, nunca dejes tu mente en blanco. Pronuncia tu nombre cada vez que te invada el silencio, juega a relacionar tu nombre con el nombre de las cosas. Repite el nombre de las cosas. Ropa, lápiz, techo, calle. Que los nombres de todas las cosas te recuerden tu historia. Que cada vez que digas tu nombre te venga a la mente un relato de tu historia” (p. 32).
Es un
acto de habla, un acto fundacional. No hay distancia entre el dicho y el hecho.
Si, como afirmaba Octavio Paz en El arco
y la lira, lo ignorado es lo innombrado, Bruno solo conocerá, solo
recordará lo narrado. La novela de Edgar
Borges es una mirada a la narración a través de la narración, una
observación de la palabra a través de la palabra. Un juego de espejos y de
puntos de vista.
El tablero y la partida
Como si
se tratase de un tablero de ajedrez, en la mente de Bruno se jugará una partida
en la que diferentes voces pugnan por conquistar la hegemonía del relato. Se
trata de someter la voluntad del viejo librero enfermo de Alzheimer.
El
Alzheimer en esta novela no es más que el resorte narrativo que propicia la
aparición de una mente sin gobierno de sí misma. Afirma Enrique del Teso que “la memoria es la que da continuidad y
coherencia a las piezas temporales y nos hace sentir nuestra niñez y nuestra
vida adulta como una vida y no como una acumulación inconexa de vidas a
granel”. Bruno corre ese riesgo, el de que el espejo de su memoria, al
romperse, le devuelva mil fragmentos inconexos de lo que fue una misma imagen.
El modo de unir esos fragmentos es la imaginación que se consolida en
narraciones.
En el
barrio, una niña desaparece. Bruno es sospechoso. Bruno se observa en el espejo
de los otros, de sus vecinos, donde hasta hace poco se reconocía, pero ya no es
capaz de distinguir sus facciones, no sabe quién es el hombre cuya imagen le
devuelven los que antes eran sus amigos. Sus relatos chocan con la historia que
trata de rescatar Bruno siguiendo el mandado de Eliana.
“El hermano del alcalde sabía que sus palabras causaban daño, lo que no sabía era que más daño le hacía a Bruno el duelo de narraciones que taladraban su cerebro” (p. 56).
Hay una
lucha de voces, el barullo de un zoco árabe donde cada mercader ofrece su
mercancía. La mente de Bruno ya no es su mente.
“Y por más que él caminara con calma, la calma, la bendita calma, no le iba a salvar del narrador desconocido que se había apoderado de su cerebro” (p. 103).
Continuidad de los parques
¿El
guirigay de voces sucede en la mente de Bruno? Tal vez no sea así, quizás el
narrador esté jugando con nosotros, rompiendo nuestras expectativas. Igual que
en la fotografía de la portada estábamos dentro de la imagen, ahora estamos
dentro de la narración, pero esta vez no sabemos cuál es la voz del narrador
como antes sabíamos cuál era el punto de vista de la cámara. Había dos
imágenes, una en color, otra en blanco y negro. Ahora hay varias narraciones,
la de Bruno, la de Eliana, la del sastre, la del barrio, la de un narrador
ajeno a todos, pero sabedor de todo…
“Sintió que una voz le narraba algo al oído. Era su propia voz y le narraba su vida en tercera persona. Poco más tarde, una segunda voz se adueñaba de la narración. ¿Qué voz? ¿Qué narrador? ¿Acaso una narradora? El tiempo, así como el espacio, a veces, se confunde. También se confunden las voces. ¿Quién toma el relevo de la narración? ¿Quién te narra? ¿Quién me narra? ¿Quién nos narra, señor Bruno?” (p. 11).
El golpe
magistral de la novela acontece al final, como sucede con el cuento “Continuidad
de los parques”, de Cortázar. El lector es la víctima. Acaso Bruno sea como el
Alzheimer, un resorte narrativo más para someter al lector a la experiencia del
enredo de voces, de narraciones, convertir al lector que cada uno somos en el
tablero donde se libra la partida de quién gobierna nuestras mentes. Edgar
Borges nos ofrece un laboratorio donde experimentar una realidad aumentada,
distorsionada, vivida cotidianamente pero sin conciencia de serlo.
“La retirada de un viejo librero de barrio. Contar, contarse. Imaginar una mujer y crearle una historia. Hacerle compañía, convertirla en palabra y movimiento. Ser a partir de ella y ganar identidad gracias a su sexo. Darle luz, cuerpo, salud y enfermedad. Inventarse una niña como salvación. Hacerle jugar a la rayuela, crearle una angustia inesperada. Huir de la invocación de muerte de la esposa” (p. 104).
Al igual
que en el relato de Sherezade, que hipnotizaba a quien la escuchaba haciéndole
perder la noción del tiempo y del espacio, el narrador o narradores de El olvido de Bruno transforman el suelo
firme de la experiencia lectora y literaria en un trayecto circular sin
principio ni fin, en un espacio líquido, en agua inaprensible, sin forma ni
color, como la imagen distorsionada de un espejo. No nos sorprenda, pues, que
Bruno acabe siendo agua.
“Bruno llegó al puente, se detuvo y miró hacia abajo. Esa noche deseó que todo lo sucedido en aquel septiembre hubiese sido su más extremo delirio. Pero su realidad se había convertido en un peso difícil de llevar. Al final la memoria vuelve a ser la misma abstracción del inicio. La historia de un sujeto solo existe en la imaginación de quienes pueden recordar. Bruno pensó un nombre, saltó del puente y se hizo agua”. (p. 108).
Título: El olvido de Bruno
Autor: Edgar Borges
Editorial: Ediciones Carena
Primera edición: junio 2016
Autor: Edgar Borges
Editorial: Ediciones Carena
Primera edición: junio 2016
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