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Sherezade ausente. Una lectura de "El olvido de Bruno", de Edgar Borges.


Fotografía: Elisa Rodríguez Court
Comenzamos a leer El olvido de Bruno antes de abrir el libro. No solo significan las palabras, también las imágenes. La fotografía que ilustra la portada de la primera edición representa a un hombre viejo al que observamos por la espalda. Escaso pelo blanco, camisa azul celeste, jersey o chaqueta azul oscuro. El hombre se mira en un espejo, pero la imagen reflejada pierde la nitidez y el color, de modo que no nos es dado conocer la cara del viejo fotografiado. En el reflejo hay una pérdida, una carencia, una alteración de la realidad.
El hombre que se mira recibe del espejo la figura de otro hombre sin los rasgos del rostro definidos. Se mira pero no puede reconocerse. Tal vez dude de quién es y le aterre ser objeto de esa broma pesada del azogue. O no, acaso quienes no reconocemos los rasgos del hombre reflejado seamos nosotros, los espectadores que observamos a quien se mira. Juego de espejos y de puntos de vista. ¿Quién ha de dudar? ¿De quién es la carencia? No olvidemos que somos también parte de la fotografía, somos el punto de vista de la cámara, estamos dentro de esa historia aunque no queramos. Hay una imagen doble: de una parte, el hombre de espaldas, de quien no conocemos su cara solo porque nuestro punto de vista nos lo impide; de otra, el hombre del espejo, a quien tampoco vemos la cara porque alguien nos lo veda. Dos realidades enfrentadas; relacionadas y autónomas, ambas insuficientes.
El título. El olvido de Bruno. Un sintagma nominal formado por dos sustantivos. Siempre que palabras e imágenes constituyen un mensaje, una de las palabras funciona de ancla que fija el texto verbal al visual. “Bruno”, el nombre propio masculino, ancla el texto a la parte coloreada de la imagen, al hombre retratado de espaldas; “El olvido” fija el título a la parte en blanco y negro. El núcleo del sintagma es “olvido”. “Bruno” está unido a él por la preposición para expresar pertenencia. Sintácticamente, “Bruno” está subordinado a “olvido”. El lenguaje nos indica que lo importante en el título no es el nombre propio, no es “Bruno”, sino “olvido”. ¿Pero cuál es ese olvido? Precisamente, la novela será la búsqueda de respuesta a esta pregunta. En las páginas del libro de Edgar Borges hemos de encontrar qué o a quién ha olvidado Bruno. Descubriremos que el olvido de Bruno se llama Eliana, su mujer, de la que no recuerda cuándo, cómo ni por qué desapareció de su vida.

El proyecto narrativo de Eliana
Bruno es un viejo librero de barrio que convive con Eliana, una mujer mucho más joven que él, enferma de cáncer. Él se encargaba de darle la medicina todas las mañanas, pero un mal día amaneció sin que Bruno recordara su obligación. Eliana no dudó de que algo grave sucedía a su compañero. Más tarde sabría que era Alzheimer. Entonces, decidió trazar un plan para ayudarlo, para rescatarlo de la muerte en vida del olvido.
Eliana es, sin duda, el personaje más interesante de la novela y el narrador procura dejárnoslo claro. Es de quien más información disponemos. Sabemos que fue una escritora que llegó a alcanzar un éxito notable con sus libros; sabemos, también, que un día resolvió dejar de publicar para dedicarse a la enseñanza de la escritura en talleres literarios: la literatura, la narración como terapia o como solución para personas con problemas.
“Eliana sintió que la narración era un suceso que podía transformar la realidad. Si la persona asumía un cambio en su narrativa, podía crear(se) otra historia. […] la narrativa como vida superó la narrativa como libro”. (p. 13).
Cuando la memoria de Bruno comienza a desaparecer, cuando el hombre con quien convive empieza a vaciarse de pasado, ella toma una decisión:
“Quiso ganarle tiempo a la enfermedad acudiendo a su propio método, la literatura como sanación. Sintió miedo de aquel desafío, sabía que estaba asumiendo una batalla considerada imposible. […] Era como pretender salvar con literatura a un condenado a muerte. Se debatió entre entregar a Bruno a la exclusividad de la medicación o a la práctica de sus ejercicios creativos. La imaginación como ejercicio de memoria. Ella sabía que, en ambos casos, a su marido le esperaba la muerte. La diferencia estaba en los detalles del mientras tanto: cómo beneficiar la paz interior de un sentenciado. […] Entendía que el final ya estaba decretado; la única lucha que quería ganarle a la muerte era el hoy” (p. 23. La negrita es mía).
La narración como modo de llegar vivo a la noche y esperar un nuevo día. Pretender salvar con literatura a un condenado a muerte. Resuena aquí el eco de Las Mil y Una Noches, reaparece la figura de Sherezade, la mujer que narra para detener el tiempo, para demorar la muerte. Pero el narrador somete a Eliana a vivir una paradoja: la que está destinada a salvar la vida del hombre no puede salvar la suya propia. Está condenada por mor de su enfermedad a no ser ella quien defienda con su palabra la existencia de su marido. Tiene ante sí el reto formidable de instruir a un hombre enfermo de olvido para que, cuando ella falte, Bruno salve sus días narrándose su propia vida. Bruno deberá sobrevivir con Sherezade ausente.
Bruno, si yo no estuviera, inventa algo para seguir. Imagina una salida, un camino. Invéntate otra historia y camina” (p. 28).
Pero el plan de Eliana implica algo más que la salvación del hoy. Estamos ante la fundación de un mundo, el mundo interior de Bruno que solo puede nacer con la palabra, como sucede en todas las cosmogonías. Bruno será un dios adiestrado por Eliana para la creación. Al igual que en el Génesis bíblico Dios creó la luz diciendo “hágase la luz”, Bruno creará su luz y despejará las tinieblas de su mente pronunciando su nombre:
Bruno, nunca dejes tu mente en blanco. Pronuncia tu nombre cada vez que te invada el silencio, juega a relacionar tu nombre con el nombre de las cosas. Repite el nombre de las cosas. Ropa, lápiz, techo, calle. Que los nombres de todas las cosas te recuerden tu historia. Que cada vez que digas tu nombre te venga a la mente un relato de tu historia” (p. 32).
Es un acto de habla, un acto fundacional. No hay distancia entre el dicho y el hecho. Si, como afirmaba Octavio Paz en El arco y la lira, lo ignorado es lo innombrado, Bruno solo conocerá, solo recordará lo narrado. La novela de Edgar Borges es una mirada a la narración a través de la narración, una observación de la palabra a través de la palabra. Un juego de espejos y de puntos de vista.

El tablero y la partida
Como si se tratase de un tablero de ajedrez, en la mente de Bruno se jugará una partida en la que diferentes voces pugnan por conquistar la hegemonía del relato. Se trata de someter la voluntad del viejo librero enfermo de Alzheimer.
El Alzheimer en esta novela no es más que el resorte narrativo que propicia la aparición de una mente sin gobierno de sí misma. Afirma Enrique del Teso que “la memoria es la que da continuidad y coherencia a las piezas temporales y nos hace sentir nuestra niñez y nuestra vida adulta como una vida y no como una acumulación inconexa de vidas a granel”. Bruno corre ese riesgo, el de que el espejo de su memoria, al romperse, le devuelva mil fragmentos inconexos de lo que fue una misma imagen. El modo de unir esos fragmentos es la imaginación que se consolida en narraciones.
En el barrio, una niña desaparece. Bruno es sospechoso. Bruno se observa en el espejo de los otros, de sus vecinos, donde hasta hace poco se reconocía, pero ya no es capaz de distinguir sus facciones, no sabe quién es el hombre cuya imagen le devuelven los que antes eran sus amigos. Sus relatos chocan con la historia que trata de rescatar Bruno siguiendo el mandado de Eliana.
“El hermano del alcalde sabía que sus palabras causaban daño, lo que no sabía era que más daño le hacía a Bruno el duelo de narraciones que taladraban su cerebro” (p. 56).
Hay una lucha de voces, el barullo de un zoco árabe donde cada mercader ofrece su mercancía. La mente de Bruno ya no es su mente.
“Y por más que él caminara con calma, la calma, la bendita calma, no le iba a salvar del narrador desconocido que se había apoderado de su cerebro” (p. 103).

Continuidad de los parques
¿El guirigay de voces sucede en la mente de Bruno? Tal vez no sea así, quizás el narrador esté jugando con nosotros, rompiendo nuestras expectativas. Igual que en la fotografía de la portada estábamos dentro de la imagen, ahora estamos dentro de la narración, pero esta vez no sabemos cuál es la voz del narrador como antes sabíamos cuál era el punto de vista de la cámara. Había dos imágenes, una en color, otra en blanco y negro. Ahora hay varias narraciones, la de Bruno, la de Eliana, la del sastre, la del barrio, la de un narrador ajeno a todos, pero sabedor de todo…
“Sintió que una voz le narraba algo al oído. Era su propia voz y le narraba su vida en tercera persona. Poco más tarde, una segunda voz se adueñaba de la narración. ¿Qué voz? ¿Qué narrador? ¿Acaso una narradora? El tiempo, así como el espacio, a veces, se confunde. También se confunden las voces. ¿Quién toma el relevo de la narración? ¿Quién te narra? ¿Quién me narra? ¿Quién nos narra, señor Bruno?” (p. 11).

El golpe magistral de la novela acontece al final, como sucede con el cuento “Continuidad de los parques”, de Cortázar. El lector es la víctima. Acaso Bruno sea como el Alzheimer, un resorte narrativo más para someter al lector a la experiencia del enredo de voces, de narraciones, convertir al lector que cada uno somos en el tablero donde se libra la partida de quién gobierna nuestras mentes. Edgar Borges nos ofrece un laboratorio donde experimentar una realidad aumentada, distorsionada, vivida cotidianamente pero sin conciencia de serlo.
“La retirada de un viejo librero de barrio. Contar, contarse. Imaginar una mujer y crearle una historia. Hacerle compañía, convertirla en palabra y movimiento. Ser a partir de ella y ganar identidad gracias a su sexo. Darle luz, cuerpo, salud y enfermedad. Inventarse una niña como salvación. Hacerle jugar a la rayuela, crearle una angustia inesperada. Huir de la invocación de muerte de la esposa” (p. 104).
Al igual que en el relato de Sherezade, que hipnotizaba a quien la escuchaba haciéndole perder la noción del tiempo y del espacio, el narrador o narradores de El olvido de Bruno transforman el suelo firme de la experiencia lectora y literaria en un trayecto circular sin principio ni fin, en un espacio líquido, en agua inaprensible, sin forma ni color, como la imagen distorsionada de un espejo. No nos sorprenda, pues, que Bruno acabe siendo agua.
“Bruno llegó al puente, se detuvo y miró hacia abajo. Esa noche deseó que todo lo sucedido en aquel septiembre hubiese sido su más extremo delirio. Pero su realidad se había convertido en un peso difícil de llevar. Al final la memoria vuelve a ser la misma abstracción del inicio. La historia de un sujeto solo existe en la imaginación de quienes pueden recordar. Bruno pensó un nombre, saltó del puente y se hizo agua”. (p. 108).

Título: El olvido de Bruno
Autor: Edgar Borges
Editorial: Ediciones Carena
Primera edición: junio 2016

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