Desde la primera vez que leí el Himno a las estrellas de Quevedo, allá en los albores de la década de los noventa, me llamó la atención el verso 54.
¿Por qué me atrapa ese verso? Fijémonos en las ocho primeras estrofas (estancias, de origen italiano, como el soneto). Consisten en una sucesión de bellísimas alabanzas a las estrellas por parte del poeta, que adopta ante ellas una actitud reverente y temerosa. La riqueza y variedad con que se dirige a ellas revelan el talento del sujeto lírico. Las estrellas son ricas centellas del piélago de luz, deliciosa metáfora; asimismo, son lumbres que la noche huérfana (personificación) enciende en las exequias del día que ha muerto; a los ojos y a la imaginación del poeta, las estrellas son también soldados de un ejército de oro que marcha por campos de zafiro (imposible sustraerse al encanto de la fuerza cromática de la imagen, en la que resalta el color del dorado de las estrellas sobre el azul tan característico del corindón); ítem más: son los ojos de un Argos divino de cristal y fuego, esto es, del cielo (aquí tenemos el rasgo culto de la referencia mitológica); voz ardiente de la sombra que se reparte por el "mudo silencio", letras de luz, misterios encendidos; preciosas joyas de la tiniebla triste, galas del sueño helado; espías del amante, fuentes de luz, flores lucientes del jardín del cielo; familia relumbrante de la luna, árbitros de la paz y de la guerra que rigen la tierra cuando el sol está ausente; dispensadoras de la suerte, etc. Y cuando llegamos a la novena estrofa y descubrimos que el poeta es un amante enamorado de una tal Amarilis, ninfa la más bella, esperamos, como afirmó el profesor Gonzalo Sobejano, que el poeta suplique a las estrellas que intercedan por él ante su amada. Y, de pronto, sucede esto:
estrellas, ordenad que tenga estrella.
¡Qué jodido Quevedo! Poeta y amante orgulloso que no se rebaja ni ante las estrellas siquiera. En lugar de suplicar, de pedir, como era lo esperado desde un punto de vista retórico, ejerce su mando en plaza y ordena a las estrellas que ordenen. La pluma que alzaba temerosa en los dos primeros versos, ahora es dominadora. Giro inesperado. El conceptista Quevedo aparece dos veces en este verso: primero porque usa la misma palabra, "estrella" (con variación de número) con distintos significados; segundo, porque emplea el imperativo del verbo "ordenar" como si se tratase de una muñeca rusa: dentro de la matrioska más grande (el modo imperativo), se esconde el significado del verbo cuyo modo acaba de utilizar, subrayando así la jerarquía del poeta sobre las estrellas a las que tanto ha alabado en las primeras ocho estrofas. Admirable.
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