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Marchitará la rosa el viento helado.

Tal vez no esté de más hablar de un endecasílabo, de uno de los mejores versos de la poesía española. Es la clave de bóveda del poema pagano donde lo insertó Garcilaso de la Vega. No sé si con razón o sin ella, siempre he creído que este verso no ha gozado de la fortuna merecida en sus casi quinientos años de existencia. Sospecho que le roba la atención el colorido de los primeros ocho versos del soneto, tan sensoriales, de "tanta" color rosa y azucena en la faz de una mujer joven de mirada ardiente, de cuello blanco y enhiesto, de cabellos de oro que el viento despeina, imagen inspiradora de tantos anuncios publicitarios de "eau de parfum". Y también le ha hecho sombra -o eso creo- la imperativa invitación a coger de la alegre primavera el dulce fruto antes de que sea demasiado tarde. El carpe diem, repiten todos los exégetas. Pero todos los versos del soneto no son más que aguas cuyo venero es el endecasílabo que hoy llama mi atención.

"Marchitará la rosa el viento helado". En esas once sílabas está todo. Es la enunciación de una verdad inapelable que sólo se puede esquivar al precio de una muerte prematura. Pienso ahora en Garcilaso. Cortesano, soldado, poeta. Si Rafael Lapesa tiene razón, el poema fue escrito hacia 1533, durante la estancia del poeta en Nápoles, tres años antes de su muerte en una acción bélica en el pueblecito francés de Le Muy, donde fue herido el 19 de septiembre de 1536. El 13 o 14 de octubre moría en Niza. Ironías del destino, el poeta no envejeció con el viento helado del paso del tiempo. Murió a la edad de 37 años (si M.ª Carmen Vaquero Serrano no yerra en su conjetura acerca del nacimiento de Garcilaso el día de san Jerónimo, un 30 de septiembre de 1499).

Garcilaso coloca en la última estrofa un muro que convierte el poema en un callejón sin salida. Lo que en los primeros versos parecía alegría, color, lozanía y frescura, acaba siendo amenaza, semilla de temor, heraldo de decrepitud. Es la voz de quien lo sabe advirtiendo a quien lo ignora. Es el anuncio de un extraño apocalipsis, de un peculiar Año Mil. En definitiva, el motor de este poema es el miedo al futuro cierto.

Pero centrémonos en el verso en sí mismo, en sus calidades. Acentos en cuarta, sexta, octava y décima sílabas (Mar-chi-ta-rá-la-ró-sael-vién-tohe-lá-do) le dan un aire yámbico: una verdad tan grave precisa la armadura de un verso con los apoyos necesarios para anclarlo bien al suelo. En la parcela de este verso, un tercio lo ocupa el verbo en futuro. El uso de la sinalefa abre una zanja que separa el verbo del resto de palabras porque "rosa" y "el viento" se unen, y "viento" y "helado" también. El poeta desplaza a la izquierda de la oración el núcleo del sintagma predicado para ensalzar su importancia. El adjetivo "helado" sostiene la rima con el "airado" del décimo verso, de modo que ambos se conectan y acercan así sus significados ([tiempo]airado-[viento]helado).

Termino enunciando una absurda ley que inventé para mi gobierno y que, por tanto, sólo tiene validez para mí: un verso es excelente si sirve para ser un buen título de novela, ensayo u obra teatral. Creo que es el caso que nos ocupa.

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